
El poeta en vida, sin querer forma parte del mobiliario urbano, asume de manera natural y nada forzada, ser la materia del objeto del que se alimenta, se puede llegar a ser de cualquier materia por conocer, después de ser poeta. Sírvase habitar las esquinas donde el viento se rompe en un capricho infinito y breve, adentrarse como el buey lo hace desde hace siglos, en la gruesa corteza del roble y una vez instalado en el ritual caleidoscopio que precede al trance, sin perder la calma, compartir con la hormiga paranoica el delirio de otro espacio-tiempo, los pasillos afilados y estrechos del crudo invierno, la soledad y el silencio, el color de la sangre, la ausencia de luz, el grito ahogado, el amor a dos cuadras, la vida y la muerte.
Es pues poeta aquél díscolo ángel caído, rebelde guardián del botiquín sagrado que atesoran las musas allá en el firmamento de todos los tiempos. Reclaman, vocean e invocan a gritos sobre el pétreo texto apasionadamente hasta querer morir, testigos y dibujantes de todos los instantes, ese otro mundo sin tiempo; a sabiendas como el cantor que no es fácil sacar una pena con unas pinzas de depilar.