lunes, 24 de septiembre de 2007

Pozuelo

En primavera y durante el verano solíamos ir algunos domingos a Pozuelo de Alarcón. Corrían los años sesenta y mi padre alquiló una pequeña casíta, ciertamente destartalada en aquel entonces todavía pequeño pueblo cercano a Madrid. Por allí a primera hora de la mañana, pasaba un lechero con un carromato cargado con enormes tinajas, tirado por dos preciosos caballos blancos que al trote se anunciaban desde la distancia haciendo sonar multitud de cascabeles; un churrero con una enorme cesta de mimbre llena de churros y porras chorreando aceite y desprendiendo ese olor imborrable a fritanga, un misterioso mielero daba voces arrastrando un burro cargado con dos alforjas que portaban grandes cantaros repletos de miel celosamente cerrados con unas enormes tapas de madera y así todo tipo de vendedores ocasionales, labradores con ricos tomates, cebollas pimientos y melones. Mi tío Mario tenia un moderno chalet en aquella misma improvisada calle. Allí nos juntábamos tíos, primos, hermanos y demás familia alrededor de la figura imponente de mi tío Mario que ejercía por derecho una notable autoridad. Todos le queríamos mucho y le teníamos un gran respeto. Siempre estaba al tanto de todo lo que sucedía en la familia, desde las notas y los estudios de los mas pequeños y medianos, hasta las relaciones laborales y conyugales de los mayores. En aquel entorno, cada cual tenía su pandilla, aprendimos a montar en bicicleta, jugábamos al balón en el campo de doña Escolástica, nos regábamos con una manguera cuando el calor apretaba mientras nuestras respectivas madres con un amor impagable y un notable celo contenido preparaban suculentas ensaladillas rusas y filetes empanados. Mi padre y mis tíos, todos en rigurosa camiseta blanca, fumaban y bebían jugando acaloradamente a las cartas sobre una mesa, hablaban a escondidas y hacían todo tipo de planes con respecto a la familia. Tras la comida, la siesta era inviolable y sagrada y los ronquidos estremecedores. Al atardecer se lavaban los coches en riguroso turno y para finalizar nos despedíamos con tremendos, sonoros y efusivos besos y abrazos como si no nos volviéramos a ver nunca mas. Eran otros tiempos, solo queda el recuerdo que ejercita la memoria.